Relato del nacimiento de Luz
Dicen que “recordar” significa “volver a pasar por el corazón”. Este es un texto cuya
escritura vengo postergando desde hace dos años y monedas. Un poco de desidia, sí. Pero
también es un tema que cuesta. Recordaremos...
El jueves 22 de marzo de 2018 tuvimos la última consulta con el obstetra T***. Yo estaba
entonces, según la FPP, de 39,6 semanas. Al día siguiente se cumplirían las 40 semanas
de gestación. Me hizo tacto y dijo (ya no recuerdo las palabras exactas, pero fue algo así):
“Ah, no, claro... Así no se va a desencadenar nunca el parto... Te programo la cesárea para
mañana mismo”. Nunca aclaró el referente de la palabra “así”. Nunca me dio el diagnóstico.
Nunca lo pregunté... todavía. Me quedé helada. Luego de la sentencia, ahí mismo llamó a
no sé qué conocida del sanatorio y le pidió que le reservara otro turno en el quirófano (pues,
al parecer, ya tenía otra cesárea también programada) y una habitación. Ahí mismo se
quebraron en pedazos mis sueños de todo el embarazo de tener un parto por vía vaginal.
Salí en “shock”. Fuimos con Javi a un café que quedaba a una o dos cuadras para que yo
dejara de llorar antes de irme a casa, porque él tenía que volver a su trabajo. Tratamos de
encontrarle algún sentido al asunto. Tratamos de asumir que era lo mejor para Luchi.
Tratamos de ver el lado positivo: al día siguiente la tendría en mis brazos. Nada funcionó.
No podía dejar de llorar. Javi se fue a su trabajo y yo, a casa. Y seguí llorando toda la tarde.
Tuve muchas contracciones ese día. Las atribuí a los nervios. A eso de las cinco de la
tarde, eran bastante rítmicas y seguidas. Pensé en la posibilidad de estar en trabajo de
parto y empecé a controlarlas. A eso de ¿las ocho? (quién sabe; ya no lo recuerdo) llamé a
la obstétrica. Me indicó que la llamara en dos horas. A la noche, a eso de las nueve y media
o las diez (creería que a las diez) fui al baño y, cuando terminé de orinar, había dos
enormes gotas de sangre en el inodoro. En ese momento, se me cayó el mundo abajo, pues
recordaba las palabras de la partera del curso de preparto, que había dicho que, si veíamos
sangre, saliéramos corriendo para el sanatorio. Aunque ignoraba qué podía significar, sabía
que era grave. Me puse una toallita, agarramos el bolso y nos subimos a un taxi. En el
camino le avisamos a la obstétrica, que casualmente estaba en el sanatorio. Cuando
llegamos, yo me quedé en la sala de espera mientras Javi hacía los trámites del ingreso. Al
ratito (para mí fue una eternidad), me pusieron en una silla de ruedas y me llevaron a una
sala de preparto. Yo estaba completamente pálida, me sentía muy mal, física y
anímicamente, y tenía mucho miedo. Nos encontramos con la partera, quien me tomó la
presión y me hizo un monitoreo. Gracias a Dios, Luchi estaba bien. La hemorragia, además,
había menguado.
A partir de este momento empiezan las nebulosas de mi relato. Recuerdo vagamente que
estuvimos un buen rato en suspenso porque había que esperar a las obstetras del equipo
de T*** primero y al anestesista después. En total habrá sido más de una hora y menos de
dos. Creo que entre las once y media y las doce entramos en el quirófano para prepararnos.
Sé que me pincharon varias veces: no me hacía efecto la anestesia porque yo estaba muy
nerviosa. Sé también que en algún momento Javi se fue (calculo que a cambiarse); luego
me contaron que yo preguntaba desesperadamente por él. Recuerdo que el anestesista
(¿Matías?) era un amor: me acariciaba la cabeza, me decía que todo iba a estar bien y me
llamaba “Vero”. Fue un oasis de paz en medio del miedo. Recuerdo también que al otro lado
de mi cabeza estaba Javi, creo que sosteniéndome la mano o acariciándome también.
Pusieron esa tela blanca que colocan para tapar la parte en la que trabajan los médicos y
empezó la operación. Recuerdo que las médicas parloteaban alegremente, aunque no
retuve ni una palabra de lo que habrán dicho... Sí estoy segura de que no tenía nada que
ver con la situación que estábamos viviendo, salvo dos o tres chistes de circunstancias.
Llegó el momento: a las 00.19 del viernes 23 de marzo de 2018 se bajó la tela y apareció
una bolita redonda, rolliza y rojita. ¡Era mi Luchi! Tranquila desde el primer día, la apoyaron
en mi pecho medio segundo. En ese momento me pareció poco tiempo; hoy me parece todo
lamentable, porque le apoyaron la cabecita “como para cumplir”, pero no la dejaron
realmente descansar sobre mi pecho como sé que ella hubiera necesitado. Le cortaron el
cordón, la envolvieron en una manta y se la dieron al papá para llevarla rápidamente a
pesar y medir. Mientras, yo, como pude, firmé el acta de nacimiento.
Al ratito volvieron Javi y Luchi, envueltita y descansando plácidamente en los brazos de su
papá. Así nos fuimos en procesión a una sala de preparto. No había cama disponible
porque mi cesárea estaba programada para esa mañana a las 10, por lo que hasta el
mediodía no me podrían pasar a una habitación. En algún momento vino mi mamá (que
había llegado por su cuenta y se había quedado esperando afuera) a conocer a su nieta.
Luchi tuvo su primera prendida al pecho. Fuera de eso, pasamos una noche olvidable, Javi
durmiendo de a ratos y como podía en una silla y yo, muy dolorida y con las piernas todavía
dormidas por la anestesia. Sé que dormí, pero no descansé. Además, entraron unas
cuantas veces a lo largo de la madrugada. En fin...
Lo más duro del relato, la mayor herida, lo que me hizo postergar la escritura hasta hoy es
lo que sigue. A la mañana siguiente, luego de sus cesáreas, pasó el doctor T*** a verme. Y,
no lo puedo decir de otra manera, literalmente ME CAGÓ A PEDOS DIEZ MINUTOS
SEGUIDOS, al punto de que mi mamá, que estaba afuera, estuvo a punto de entrar para
pedirle que se retirara o que cambiara el tono. El escenario: yo estaba ahí, rota, con la bebé
prendida por segunda o tercera vez en nuestras vidas a la teta (primera hija, ni puta idea de
cómo dar la teta y teniendo que prestarle atención a ese... me reservo el calificativo). No
lográbamos sobreponernos al desconcierto (Javi estaba a mi lado, agotado y atónito).
Asentí vagamente a muchas de sus afirmaciones. Reconozco que tenía razón en lo central
y se lo admití: yo hacía mucho que había dejado de confiar en él. Él lo intuía y su ego no
pudo soportarlo. No tuvo ningún reparo en hacerme sentir el último gusano del planeta en
un momento tan importante de mi vida, en el que, para más, me encontraba en absoluta
vulnerabilidad y fragilidad (me sentía pésimo por la operación, más el cóctel de hormonas
que ya sabemos, más que todavía estaba recalculando que me habían hecho una cesárea y
no había tenido el parto que yo había deseado).
En fin, este es mi relato. Doloroso, a pesar de que no debía haber sido así. Fue lo que fue.
Gracias a Dios, mi hija nació sana y no tuvimos ninguna complicación ni ella ni yo.
Aparentemente, lo que provocó la hemorragia fue un “trabajo de parto” desencadenado por
el estrés (¿que me había provocado la noticia de la cesárea?). No recuerdo el término
técnico exacto. Tal vez es “metrorragia” y algo de “hipernosequé”, que significa que el útero
“se aceleró”. Tardé mucho en escribir este relato de nacimiento, porque me costó asumir lo
vivido; aceptar que fue doloroso y no lindo, ideal, perfecto; que muchas cosas no fueron
como me hubiese gustado. Lo escribí porque me quedaron muy grabadas las palabras de
Frida sobre la importancia de escribir nuestras experiencias de los nacimientos de nuestros
hijos. Lo hice sobre todo porque le creí. Y porque sentía una suerte de deuda conmigo (y
quizá también con ella). De hecho, ni siquiera este relato fue como lo había soñado: me lo
había imaginado lleno de “ooooo” y de ejercicios de eutonía, de agradecimiento por todo lo
que había aprendido en las clases, pero no... Fue casi un descargo, un desahogo... Y
también una liberación y una deuda saldada. Hoy, ahora, estoy más tranquila y también, por
increíble que (me) parezca, más reconciliada con cómo fue todo.
Hay muchas cosas que todavía necesitan sanar. Creo que este, si bien no fue el primero, sí
fue un gran paso. Creo también que el mayor aprendizaje que saqué de todo esto es que
tengo que confiar en mí, escucharme, conocerme: si el obstetra no me cierra, cambiar
aunque esté en la semana 38. De todos modos, no sirve llorar sobre leche derramada.
Aprendí y haré todo lo posible para que las cosas sean mejores la próxima vez. Me rearmé,
me fortalecí y seguí adelante. Hoy tengo una cicatriz con forma de sonrisa que me recuerda
que “la cesárea es otra hermosa forma de nacer”. Aprendí y aprendo cada día a ser mamá y
a dar lo mejor de mí. La vida sigue. La vida siempre es más fuerte.
V
19 y 20 de abril de 2020